viernes, 19 de octubre de 2007

La fe razonada (Razones para creer - 2)

Michelangelo Buonarroti. "La creación de Adán" (1511)



Hace algun tiempo, uno de los jóvenes a los que daba catequesis me comentó que atravesaba una grave "crisis de fe". Para mí resultó una gran sorpresa. Años atrás, este chico -muy noble y buena gente, por cierto- había recibido el sacramento de la confirmación libremente y convencido del paso que estaba dando. Sin embargo, y aunque ocasionalmente se puedan "forzar", normalmente una persona no elige pasar por una "crisis". Éstas simplemente llegan, y en la mayoría de las ocasiones, cuando uno menos se lo espera.

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Según me explicó, sus dudas surgieron progresivamente mientras avanzaba en sus estudios de medicina. Profundizar e indagar en los mecanismos físicos y biológicos de la vida, la muerte, la enfermedad... había hecho que dejara de creer en la existencia de Dios. Subrayo este detalle, porque tal y como expliqué en mi anterior escrito sobre este mismo tema, desde mi percepción, lo que este chico estaba experimentando no era realmente una "crisis de fe", sino una "crisis de su fe en Dios". Hago este matiz, porque me parece importante. No es lo mismo experimentar un vacío de fe, una absoluta falta de confianza en todo, que realizar una "sustitución" de aquello en lo que se cree. Lo primero suele sumir a la persona en la desesperación (o sea, perder absolutamente toda ilusión y esperanza). Lo segundo no, si bien la persona puede sufrir las distorsiones lógicas en todo periodo de transformación y cambio.

Como iba diciendo, el joven del que hablo optó por "dejar de confiar" en Dios y "depositar absolutamente toda su confianza" en la razón humana y su potencialidad. Apostó por creer que la ciencia, más tarde o temprano, terminará por dar respuestas a todas las incógnitas y por colmar todas sus expectativas e ilusiones. Dicho de otro modo, cambió su fe en Dios por su fe en la razón. Aunque pueda sonar extraño, lo he dicho bien: "Fe" en la razón. Y es que incluso los avances científicos y las teorías demostradas empíricamente hay que creéselas. Pero será mejor explicar esta idea en otro artículo, para no desviarme demasiado del discurso principal.

Lo que a mí me resulta más destacable de la experiencia de este chico no es tanto su fe en la razón y en la ciencia como el hecho de que dejara de creer en Dios. Y creo que es importante encontrar la causa última de su pérdida de confianza en Dios y su existencia. Porque, contrariamente a lo que muchos piensan y predican, ambas creencias no son incompatibles. Es bastante común encontrar hombres de ciencia, investigadores, estudiosos, filósofos... que se declaran creyentes sin que ello les suponga ningún tipo de conflicto. Y entre los que se declaran no creyentes, muchos se resisten a negar la existencia de Dios, reconociendo que es tan difícil probar su presencia como su ausencia...

El científico y sacerdote P. George Lemaitre,
uno de los padres de la teoría del Big Bang.
Puedes conocer más sobre él haciendo click aquí

Cuando una persona que afirmaba tener fe en Dios deja de creer en Él, lo que pone de manifiesto es que realmente su fe era débil, su confianza no era plena, no tenía bien consolidados los cimientos de esa fe. Y si fallan los cimientos, la casa se cae. En ese sentido se puede decir que las dudas que aparecen son las grietas que avisan del colapso inminente. Para tener fe, y una fe bien fundamentada, es necesario tener motivos, "razones" para creer. Incluso, yo diría que es imprescindible si no se quiere estar a expensas de que cualquier tempestad nos haga naufragar a las primeras de cambio. Dicho de otro modo, hay que saber dar razón de nuestra fe en Dios, ante nosotros mismos y ante el mundo. Si no tenemos esas "razones", esa fe se diluirá como el humo en el cielo, hasta desaparecer completamente (como le ocurrió a este chico). Son esas "razones" las que nos proporcionan la parte de seguridad que todo ejercicio de fe requiere, las que nos llevan a elegir en dónde depositamos nuestra confianza y en dónde no; de quién nos fiamos y de quién no. Nuestra experiencia nos da una cierta garantía, la certeza de que nuestra confianza no va a ser traicionada. Y esto ocurre siempre: cuando creemos en nuestra pareja, cuando confiamos en amigos, en familiares, en otras personas o cosas, incluso cuando creemos en nosotros mismos... También cuando creemos en Dios.

Ahora bien, aunque estas "razones" no lleguen a ser científicas ni empíricas, no dejan de ser válidas. Porque la fe en Dios, -como la confianza en un amigo, en tu pareja, o en un familiar...- tiene que ver más con el mundo de las experiencias, de las emociones, de los sentimientos, de las vivencias, de las complicidades, de las empatías, de las miradas al corazón... Son esas "experiencias" la que nos proporcionan las "evidencias" que hacen que nos fiemos de unas personas y no tanto de otras. Es algo similar a un enamoramiento. No sé si habrá muchas personas que, al enamorarse, tengan la capacidad de dar argumentos exclusivamente racionales del por qué se han quedado prendados precisamente de esa persona y no de otra (y si las hay, no sé si sus parejas los aguantarían). Lo normal es que se ofrezcan explicaciones subjetivas y personales que sólo sean entendidas al cien por cien por las personas directamente implicadas en el enamoramiento. Y aunque seguramente estas explicaciones no serán muy útiles para otro hasta que tenga una experiencia similar, uno llega a intuir que hay una fuerza poderosa que alimenta ese convencimiento en cada gesto, cada mirada, cada palabra... en la pasión que transmite la persona enamorada. Utilizando otra metáfora, se podría hacer llegar el olor de la comida, pero la otra persona jamás sabrá a qué sabe el plato hasta que lo pruebe directamente él mismo.

Pues algo así es la fe en Dios: Un enamoramiento personal, un encuentro casual con Alguien que se hace presente en tu vida, que te llama por tu nombre, que te cautiva, que te fascina, que te conoce, que te conquista y que te propone un estilo de vida basado en el Amor -la misma esencia de Dios- que resulta más que convincente como proyecto existencial, como fundamento y como alternativa. Y mi percepción es que el mundo echa en falta que, de una vez por todas, los que nos declaramos creyentes hablemos de esas razones personales, intransferibles y absolutamente subjetivas por las que creemos en Dios. Y creo que ya va siendo hora de que, en vez de perdernos en el bosque de las frías discusiones sobre cuestiones dogmáticas, morales o similares..., por fin empecemos a dar testimonio de nuestra experiencia personal, de nuestros encuentros con Dios, con ese brillo en los ojos que sólo tienen las personas que están realmente enamoradas.


[Ver también "La fe cuestionada (Razones para creer - 1)"].


CARTA DE NAVEGACIÓN

"Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en Él por el testimonio de la mujer,
que decía: "Me ha dicho todo cuanto hice".
Y cuando llegaron a Él los samaritanos, le rogaron que se quedara con ellos.
Él se quedó allí dos días y creyeron muchos más al oírlo.
Y decían a la mujer: "No creemos ya por tu palabra,
pues nosotros mismos hemos oído y conocido que éste es de verdad el Salvador del mundo"
(Jn 4, 39-42)

jueves, 4 de octubre de 2007

La fe cuestionada (Razones para creer - 1)

Imagen: (c) www.copyright-free-pictures.org.uk


En la vida de toda persona, hay determinadas funciones o capacidades inherentes a nuestra condición humana, y que realizamos de forma cotidiana y habitual, pues nos resultan imprescindibles para nuestro desarrollo vital y emocional. Si no pudiéramos efectuar cualquiera de estas funciones, posiblemente nos sería muy difícil sobrevivir en el entorno en el que nos desenvolvemos. Si cada uno hiciera una lista enumerándolas, seguramente casi todos coincidiríamos en algunas de estas funciones básicas: comer, beber, dormir, respirar, relacionarse, pensar y razonar, amar... Si me permiten, voy a añadir una más: CREER.


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Bajo mi punto de vista, todo ser humano tiende a creer en algo. "Creer", "tener fe", "fiarse de algo o de alguien", "confiar", "tener confianza"... son todo sinónimos de la misma actitud vital. A lo largo de nuestra vida, hasta las personas que declaran ser "no creyentes" o "desconfiadas" se ven abocadas a tener fe o depositar su confianza en algo o en alguien, y no sólo una vez, sino varias veces a lo largo del día. Cuando ingresamos dinero en un banco, nos estamos fiando de todas las personas que trabajan en él y confiamos en que lo guardarán y lo gestionarán bien. Cuando votamos, depositamos nuestra confianza en un determinado partido político. Cuando llevamos a nuestros hijos al colegio, lo hacemos teniendo fe en que allí le cuidarán bien y le darán una buena educación. Cuando compramos un artículo, confiamos en que tanto el vendedor como el fabricante no nos van a engañar ni timar... Todos estos ejemplos cotidianos son actos de fe, que surgen a partir de la asunción de nuestras propias limitaciones y de la convicción -casi instintiva- de que ningún ser humano puede controlar de manera absoluta toda la realidad que le rodea. Entonces, resulta lógico pensar que la cuestión no está tanto en dilucidar si "se cree o no se cree" como en decidir "en quién o en qué creemos", y también "en qué medida creemos".

Estas son tesituras a las que nos enfrentamos en cada elección que realizamos en nuestra vida. Dependiendo de la "credulidad" de cada cual, se procura buscar un mayor o menor grado de seguridad en la elección. Y para asegurarnos una decisión lo más correcta posible acudimos a nuestra propia experiencia. Así, todos estamos más dispuestos a creer en aquella persona, entidad, situación, actitud o cosa que nos ha dado muestras, motivos y razones suficientes para ser depositarios de nuestra confianza. No obstante, incluso en aquello que nos ofrece más seguridad, cada elección es una apuesta de la que no podemos tener una certeza absoluta. La seguridad que le falta a esa certeza total la pone nuestra fe. Y serán el tiempo y las circunstancias quienes pondrán esa fe continuamente a prueba.

Valga un ejemplo. Un equipo de fútbol comienza la temporada con fe absoluta en un determinado equipo técnico y en una determinada plantilla de jugadores. Cuando comienza la competición, el equipo tiene una mala racha de resultados. El grado de confianza inicial se resiente y comienzan a aparecer dudas. La fe se pone a prueba. Es el momento de apostar firmemente por aquello en lo que se cree, o perder definitivamente la confianza.

Otro ejemplo, una pareja enamorada empieza a tomar decisiones que implican un mayor grado de fe en su amor mutuo, y en su proyecto en común. "Creen" el uno en el otro. De repente, llega una crisis. Sospechas de infidelidad, problemas de convivencia... La confianza mutua se pone a prueba. Es el momento de apostar firmemente por la relación, o abandonarla.

Para cada decisión tomada, es al llegar la crisis en donde se pone de manifiesto la medida de la fe, de la confianza, de la "fianza" comprometida... Es en esos momentos cuando podemos constatar si realmente se cree en aquello por lo que se apostó inicialmente. Si somos capaces de superar la crisis, la fe se fortalecerá. Por el contrario, si las dudas revolucionan y destrozan el patio de nuestras convicciones, nuestra confianza estará herida de muerte. Y dependiendo de la importancia de esa creencia en tu vida, podría quedar tocada la línea de flotación de la persona. Porque la fe y la esperanza son primas hermanas inseparables. Y cuando alguien pierde la fe en todo lo que le importa en la vida, cuando uno deja de creer en uno mismo, en los demás, en algo que le dé sentido a su existencia..., esa persona acaba sumida en la más absoluta desesperación. Transitar por el desierto de las esperanzas perdidas es un trago amargo que sólo se supera encontrando de nuevo algo en lo que creer. Porque no es posible tener esperanza si no se tiene fe.


Y, créanme, el lago es un lugar mucho más hermoso cuando los que nos movemos en él vemos en sus aguas el reflejo de nuestras propias esperanzas...


[Ver también "La fe razonada (Razones para creer - 2)"].



CARTA DE NAVEGACIÓN

>> Pero muchos discípulos, al oírlo, dijeron: "Esta doctrina es dura ¿quién tiene valor para oírla?" (...) Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y no andaban con él. Jesús preguntó a los doce: "¿También vosotros quereis iros?" Simón Pedro le contestó: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el santo de Dios".<<

Jn 6, 60.66-69

DIARIO DE NAVEGACIÓN