Ya lo decía Jorge Manrique en sus coplas. Nuestras vidas son como un río. Discurren con el tiempo, igual que sus aguas. Al principio, saltan y brincan entre las piedras del naciente, alegres e inocentes, limpias y transparentes... Más tarde bullen en medio de rápidos, remolinos, incluso alguna cascada, golpeando el terreno, salvando pozas, arrastrando material, engordando a medida que avanzan, y volviéndose más opacas y turbias. Al final, en la desembocadura, las aguas se atemperan, como si estuvieran asimilando todo el trayecto recorrido, y el alma afronta -casi siempre de forma serena-, su llegada al mar.
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Durante el viaje, lo que podemos ir asimilando es, realmente, una minúscula parte. El río ha visto mundo, sí, pero parcialmente, desde una única perspectiva. Tan sólo ha podido contemplar aquellos paisajes por los que ha transcurrido su cauce. Se ha perdido el resto. Incluso de todo lo que ha logrado observar y vivir sólo puede retener una pequeña porción. Porque por todos los parajes que atraviesa, el río fluye, pasa de largo y únicamente logra mantener aquellos detalles que logra erosionar: minúsculas partículas de la realidad, pequeños trozos de historia que se concretan en recuerdos y vivencias. Éstos son transportados a lo largo de la vida, a veces flotando en la superficie, a veces sumergidos en el fondo del alma. Algunos le dan belleza y encanto. Otros lo contaminan y lo envenenan. Los más importantes y trascendentes acaban sedimentando antes de la desembocadura, y el resto se pierden en la inmensidad del mar. Y siempre configuran de forma indeleble la existencia y la propia personalidad. Es "la experiencia", el delta que poco a poco se va construyendo con los sedimentos de nuestra memoria.
Por eso, todo río puede presumir de tener memoria: un "trozo de historia". Es "historia", sí, pero fundamentalmente es "trozo", o sea, una pieza de un puzzle mucho más grande, una versión incompleta condicionada por la visión subjetiva de las vivencias personales... Por eso resulta iluso -cuando no, arrogante- pretender que la memoria particular de cada uno se acabe convirtiendo en historia y verdad absoluta. Tan iluso como esperar que la tierra sedimentada que configura el delta del río acabe recomponiendo la rica variedad de paisajes que existen en el mundo, o tan siquiera los paisajes que ha visitado. Y es que, como alguien dijo una vez, la verdad tiene muchas caras.
En estos días, en España se ha debatido mucho acerca de nuestra historia reciente (ya no tanto) a cuenta de la tramitación de una polémica ley denominada "de recuperación de la Memoria Histórica". Por los comentarios vertidos a propósito de la misma, da la sensación que cada cual quiere interpretar la historia exclusivamente desde su propia perspectiva. Muchos de sus discursos dialécticos demuestran cuan emponzoñadas bajan las aguas de esos ríos. Aquellas "dos españas", que fueron alimentando sus odios hasta acabar enfrentándose en una cruenta guerra civil y que permanecieron divididas durante 40 años de dictadura, han acumulado suficiente rencor como para traspasarlo de padres a hijos. Y parece que treinta años de democracia y convivencia pacífica no han bastado para que cicatricen definitivamente las heridas y emprender un auténtico camino de reconciliación nacional.
En un cínico ejercicio de hipocresía, los herederos de uno y otro bando andan sacando las miserias pasadas del contrario, ignorando interesadamente las propias. Izquierdas y derechas enarbolan los listados de ejecutados por el enemigo, olvidándose de las innumerables ocasiones en las que apretaron ellos mismos el gatillo. ¿Acaso nadie es capaz de poner un poco de cordura? ¿Es que no existe nadie capaz de reconocer que la verdad de la historia está en la irracionalidad de las salvajadas que cometieron ambos bandos? ¿No va siendo hora ya de aprender todos de nuestros errores para no volver a repetirlos?
En medio de toda esta oscura hoguera de rencores, brillan con luz propia los miles de mártires católicos, religiosos y seglares, ejecutados en aquellos convulsos años. A pesar que muchos han querido utilizar su recuerdo políticamente -tanto a favor como en contra-, lo cierto es que sus testimonios están completamente limpios de odio, de resentimiento y de todo ánimo de conflicto. Ellos, incluso en su agonía, tuvieron el coraje de reafirmar su fe en Dios y perdonar a sus verdugos. De algunas de las experiencias de estos mártires tengo conocimiento más detallado. De otras sólo me llegan ecos que coinciden en lo fundamental: el amor a Dios y al prójimo que llega hasta el extremo. Tal fue su ejemplo que incluso familiares directos aún vivos han heredado el mismo espíritu de reconciliación, manifestando publicamente no guardar ningún rencor hacia los responsables de sus muertes.
Y creo sinceramente que éstos deben ser los cimientos sobre los que edificar un hogar, una sociedad, un lugar agradable para vivir y con-vivir. Estos son los pilares sobre los que contruir un mundo en paz. Si no somos capaces de perdonar de esa manera, de ponernos más en lugar del otro para entenderlo y aceptarlo, de respetarlo aunque no estemos de acuerdo con él... no habrá nada que hacer. Porque ¿quién está a gusto viviendo en un edificio en donde los vecinos se encuentran en permanente conflicto y disputa?. ¿Es posible vivir en una sociedad cimentada sobre el odio, el rencor y la venganza?... Creo que no, y millones de emigrantes y refugiados por todo el mundo dan fe de ello.
Quizás alguno piense que estoy equivocado. Si fuera así, lo siento. Pero estoy hablando de memoria, y en ocasiones, la memoria falla...
CARTA DE NAVEGACIÓN
Sabeis que se dijo: 'Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo'.
Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen,
para que seais hijos de vuestro Padre celestial
Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen,
para que seais hijos de vuestro Padre celestial
que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos.
Porque si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?...
Porque si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?...
(Mt 5, 43-46a)