lunes, 17 de diciembre de 2007

Deconstructing María

Fra Angélico. "La anunciación" (1430-1432)


Te propongo un ejercicio de imaginación. Si conocieras a una adolescente que se queda embarazada y a la que se le presenta la perspectiva de ser madre soltera, ¿cómo actuarías?. Si te enteras que su pareja no es el padre ¿qué pensarías de ella?. Si ella afirma que es virgen ¿cambiarías tu opinión?. Si para colmo, ella afirmara que el papá del niño es Dios, y que lo ha sabido gracias a una revelación divina... ¿Qué conclusión sacarías?

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No sé qué habrás contestado, pero siendo realistas, incluso en sociedades que hoy presumen de ser abiertas, cosmopolitas, globalizadas, liberales y tolerantes, a esa chica se la hubiera calificado sin pudor de estúpida, inconsciente, puta, pendón, infiel, mentirosa, chiflada... y no sé cuántas cosas más. No es difícil suponer que una gran mayoría de personas, tras comprobar que la susodicha no les está tomando el pelo, estaría buscando la forma de ingresar a esta niña en un psiquiátrico tras hacerla pasar obligatoriamente por una clínica abortiva y efectuarle de paso una operación de ligadura de trompas...

Pues ahora ponte en el lugar de esa adolescente. Imagina esa misma situación, pero hace dos mil años y en una sociedad como la existente en Oriente Medio en aquella época. Imagina todo lo que te puede pasar por la cabeza: a causa de tu embarazo, tu prometido seguramente te repudiará y cancelará su compromiso, y desde que se confirme la noticia, todos tus vecinos como energúmenos te sacarán de tu casa a empujones, te llevarán junto al muro de las lapidaciones y al grito de ¡adúltera! te masacrarán sin compasión bajo una lluvia de piedras.

Ante ese panorama, hay que tener muchas toneladas de fe para hacer caso a un desconocido -por muy ángel que sea- y creerle cuando te dice "¡no temas, que has encontrado gracia ante Dios!". Pero incluso con fe, hay que tener mucho valor para, sabiendo que una situación así te va a complicar tanto la vida, fiarte de ese extraño que incluso se atreve a llamarte "bienaventurada" y responder humildemente "¡Hágase en mí según tu palabra!".

Pues todo ese arrojo estaba encerrado en una pequeña de Nazaret llamada María. Teniendo en cuenta todos los condicionantes que he comentado, a mí me llama poderosamente la atención su valentía, un aspecto no suficientemente ensalzado según mi parecer. En esas circunstancias, ¿cuántos de nosotros hubiéramos actuado igual? Y es que, quien piense que tener fe es una forma de evitarse problemas, sólo tiene que contemplar a María para descubrir lo equivocado que está.

Y esto era sólo el principio. El niño acabaría naciendo en tierra extraña por culpa de un gobernador romano que le dio por realizar un censo justo en el momento más inoportuno. Con toda la gente que había en Belén no tienen un lugar digno donde dormir, y casi deben agradecer tener la "fortuna" de lograr un establo de animales como paritorio. Sin tiempo a descansar, y con el niño recién nacido, debe emigrar con su familia, aprisa y corriendo, porque un loco que maneja resortes del poder y que acostumbra a hacer caso a videntes y echadores de cartas, se dedica a cargarse a todo bebé que se encuentra por el camino... Siendo todavía un menor, el niño se larga y desaparece sin decir nada "para ocuparse de las cosas de su Padre". Cuando se independiza, empieza a escuchar rumores de que tu hijo está armando un buen sarao en la región. Algunos lo tratan de loco, otros de mesías... Y el día que menos se lo espera se entera que lo tienen preso, y que lo condenan a muerte. Lo ve sufriendo, subiendo al cadalso con una cruz a cuestas, y lo ve morir sin remedio y sin tener en sus manos la posibilidad de remediarlo...

¡Y algunos todavía nos atrevemos a quejarnos por las dificultades que nos ha tocado en suerte vivir...! Quien piense que cualquier contratiempo es motivo suficiente para creer que Dios le ha abandonado, sólo tiene que contemplar a María para darse cuenta de lo equivocado que está...

Y digo yo, ¿cuántos "ángeles", conocidos o desconocidos, se nos estarán cruzando por el camino a diario recordándonos lo afortunados que somos por haber sido mimados por Dios? ¿No estaremos mandándolos a freir espárragos tan absortos como estamos en nuestras preocupaciones diarias? ¿No estaremos en determinadas ocasiones cerrando la puerta a Dios por miedo a que nos complique "un poco" la vida?...


CARTA DE NAVEGACIÓN

¡Bienaventurada la que ha creído que se cumplirán
las cosas que le han dicho de parte del Señor!
Y dijo María: Mi alma glorifica al Señor (...)
... Desde ahora me llamarán bienaventurada
todas las generaciones.
Porque me ha hecho cosas grandes el Omnipotente.
Es Santo su nombre.
(Lc 1, 45-46. 48b-49)

viernes, 9 de noviembre de 2007

Hablando de memoria...

Francisco de Goya. "Duelo a garrotazos (La riña)" (1819-1823)


Ya lo decía Jorge Manrique en sus coplas. Nuestras vidas son como un río. Discurren con el tiempo, igual que sus aguas. Al principio, saltan y brincan entre las piedras del naciente, alegres e inocentes, limpias y transparentes... Más tarde bullen en medio de rápidos, remolinos, incluso alguna cascada, golpeando el terreno, salvando pozas, arrastrando material, engordando a medida que avanzan, y volviéndose más opacas y turbias. Al final, en la desembocadura, las aguas se atemperan, como si estuvieran asimilando todo el trayecto recorrido, y el alma afronta -casi siempre de forma serena-, su llegada al mar.
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Durante el viaje, lo que podemos ir asimilando es, realmente, una minúscula parte. El río ha visto mundo, sí, pero parcialmente, desde una única perspectiva. Tan sólo ha podido contemplar aquellos paisajes por los que ha transcurrido su cauce. Se ha perdido el resto. Incluso de todo lo que ha logrado observar y vivir sólo puede retener una pequeña porción. Porque por todos los parajes que atraviesa, el río fluye, pasa de largo y únicamente logra mantener aquellos detalles que logra erosionar: minúsculas partículas de la realidad, pequeños trozos de historia que se concretan en recuerdos y vivencias. Éstos son transportados a lo largo de la vida, a veces flotando en la superficie, a veces sumergidos en el fondo del alma. Algunos le dan belleza y encanto. Otros lo contaminan y lo envenenan. Los más importantes y trascendentes acaban sedimentando antes de la desembocadura, y el resto se pierden en la inmensidad del mar. Y siempre configuran de forma indeleble la existencia y la propia personalidad. Es "la experiencia", el delta que poco a poco se va construyendo con los sedimentos de nuestra memoria.

Por eso, todo río puede presumir de tener memoria: un "trozo de historia". Es "historia", sí, pero fundamentalmente es "trozo", o sea, una pieza de un puzzle mucho más grande, una versión incompleta condicionada por la visión subjetiva de las vivencias personales... Por eso resulta iluso -cuando no, arrogante- pretender que la memoria particular de cada uno se acabe convirtiendo en historia y verdad absoluta. Tan iluso como esperar que la tierra sedimentada que configura el delta del río acabe recomponiendo la rica variedad de paisajes que existen en el mundo, o tan siquiera los paisajes que ha visitado. Y es que, como alguien dijo una vez, la verdad tiene muchas caras.

En estos días, en España se ha debatido mucho acerca de nuestra historia reciente (ya no tanto) a cuenta de la tramitación de una polémica
ley denominada "de recuperación de la Memoria Histórica". Por los comentarios vertidos a propósito de la misma, da la sensación que cada cual quiere interpretar la historia exclusivamente desde su propia perspectiva. Muchos de sus discursos dialécticos demuestran cuan emponzoñadas bajan las aguas de esos ríos. Aquellas "dos españas", que fueron alimentando sus odios hasta acabar enfrentándose en una cruenta guerra civil y que permanecieron divididas durante 40 años de dictadura, han acumulado suficiente rencor como para traspasarlo de padres a hijos. Y parece que treinta años de democracia y convivencia pacífica no han bastado para que cicatricen definitivamente las heridas y emprender un auténtico camino de reconciliación nacional.

En un cínico ejercicio de hipocresía, los herederos de uno y otro bando andan sacando las miserias pasadas del contrario, ignorando interesadamente las propias. Izquierdas y derechas enarbolan los listados de ejecutados por el enemigo, olvidándose de las innumerables ocasiones en las que apretaron ellos mismos el gatillo. ¿Acaso nadie es capaz de poner un poco de cordura? ¿Es que no existe nadie capaz de reconocer que la verdad de la historia está en la irracionalidad de las salvajadas que cometieron ambos bandos? ¿No va siendo hora ya de aprender todos de nuestros errores para no volver a repetirlos?

En medio de toda esta oscura hoguera de rencores, brillan con luz propia los miles de mártires católicos, religiosos y seglares, ejecutados en aquellos convulsos años. A pesar que muchos han querido utilizar su recuerdo políticamente -tanto a favor como en contra-, lo cierto es que sus testimonios están completamente limpios de odio, de resentimiento y de todo ánimo de conflicto. Ellos, incluso en su agonía, tuvieron el coraje de reafirmar su fe en Dios y perdonar a sus verdugos. De
algunas de las experiencias de estos mártires tengo conocimiento más detallado. De otras sólo me llegan ecos que coinciden en lo fundamental: el amor a Dios y al prójimo que llega hasta el extremo. Tal fue su ejemplo que incluso familiares directos aún vivos han heredado el mismo espíritu de reconciliación, manifestando publicamente no guardar ningún rencor hacia los responsables de sus muertes.

Y creo sinceramente que éstos deben ser los cimientos sobre los que edificar un hogar, una sociedad, un lugar agradable para vivir y con-vivir. Estos son los pilares sobre los que contruir un mundo en paz. Si no somos capaces de perdonar de esa manera, de ponernos más en lugar del otro para entenderlo y aceptarlo, de respetarlo aunque no estemos de acuerdo con él... no habrá nada que hacer. Porque ¿quién está a gusto viviendo en un edificio en donde los vecinos se encuentran en permanente conflicto y disputa?. ¿Es posible vivir en una sociedad cimentada sobre el odio, el rencor y la venganza?... Creo que no, y millones de emigrantes y refugiados por todo el mundo dan fe de ello.

Quizás alguno piense que estoy equivocado. Si fuera así, lo siento. Pero estoy hablando de memoria, y en ocasiones, la memoria falla...




CARTA DE NAVEGACIÓN

Sabeis que se dijo: 'Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo'.
Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen,
para que seais hijos de vuestro Padre celestial
que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos.
Porque si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?...
(Mt 5, 43-46a)

viernes, 19 de octubre de 2007

La fe razonada (Razones para creer - 2)

Michelangelo Buonarroti. "La creación de Adán" (1511)



Hace algun tiempo, uno de los jóvenes a los que daba catequesis me comentó que atravesaba una grave "crisis de fe". Para mí resultó una gran sorpresa. Años atrás, este chico -muy noble y buena gente, por cierto- había recibido el sacramento de la confirmación libremente y convencido del paso que estaba dando. Sin embargo, y aunque ocasionalmente se puedan "forzar", normalmente una persona no elige pasar por una "crisis". Éstas simplemente llegan, y en la mayoría de las ocasiones, cuando uno menos se lo espera.

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Según me explicó, sus dudas surgieron progresivamente mientras avanzaba en sus estudios de medicina. Profundizar e indagar en los mecanismos físicos y biológicos de la vida, la muerte, la enfermedad... había hecho que dejara de creer en la existencia de Dios. Subrayo este detalle, porque tal y como expliqué en mi anterior escrito sobre este mismo tema, desde mi percepción, lo que este chico estaba experimentando no era realmente una "crisis de fe", sino una "crisis de su fe en Dios". Hago este matiz, porque me parece importante. No es lo mismo experimentar un vacío de fe, una absoluta falta de confianza en todo, que realizar una "sustitución" de aquello en lo que se cree. Lo primero suele sumir a la persona en la desesperación (o sea, perder absolutamente toda ilusión y esperanza). Lo segundo no, si bien la persona puede sufrir las distorsiones lógicas en todo periodo de transformación y cambio.

Como iba diciendo, el joven del que hablo optó por "dejar de confiar" en Dios y "depositar absolutamente toda su confianza" en la razón humana y su potencialidad. Apostó por creer que la ciencia, más tarde o temprano, terminará por dar respuestas a todas las incógnitas y por colmar todas sus expectativas e ilusiones. Dicho de otro modo, cambió su fe en Dios por su fe en la razón. Aunque pueda sonar extraño, lo he dicho bien: "Fe" en la razón. Y es que incluso los avances científicos y las teorías demostradas empíricamente hay que creéselas. Pero será mejor explicar esta idea en otro artículo, para no desviarme demasiado del discurso principal.

Lo que a mí me resulta más destacable de la experiencia de este chico no es tanto su fe en la razón y en la ciencia como el hecho de que dejara de creer en Dios. Y creo que es importante encontrar la causa última de su pérdida de confianza en Dios y su existencia. Porque, contrariamente a lo que muchos piensan y predican, ambas creencias no son incompatibles. Es bastante común encontrar hombres de ciencia, investigadores, estudiosos, filósofos... que se declaran creyentes sin que ello les suponga ningún tipo de conflicto. Y entre los que se declaran no creyentes, muchos se resisten a negar la existencia de Dios, reconociendo que es tan difícil probar su presencia como su ausencia...

El científico y sacerdote P. George Lemaitre,
uno de los padres de la teoría del Big Bang.
Puedes conocer más sobre él haciendo click aquí

Cuando una persona que afirmaba tener fe en Dios deja de creer en Él, lo que pone de manifiesto es que realmente su fe era débil, su confianza no era plena, no tenía bien consolidados los cimientos de esa fe. Y si fallan los cimientos, la casa se cae. En ese sentido se puede decir que las dudas que aparecen son las grietas que avisan del colapso inminente. Para tener fe, y una fe bien fundamentada, es necesario tener motivos, "razones" para creer. Incluso, yo diría que es imprescindible si no se quiere estar a expensas de que cualquier tempestad nos haga naufragar a las primeras de cambio. Dicho de otro modo, hay que saber dar razón de nuestra fe en Dios, ante nosotros mismos y ante el mundo. Si no tenemos esas "razones", esa fe se diluirá como el humo en el cielo, hasta desaparecer completamente (como le ocurrió a este chico). Son esas "razones" las que nos proporcionan la parte de seguridad que todo ejercicio de fe requiere, las que nos llevan a elegir en dónde depositamos nuestra confianza y en dónde no; de quién nos fiamos y de quién no. Nuestra experiencia nos da una cierta garantía, la certeza de que nuestra confianza no va a ser traicionada. Y esto ocurre siempre: cuando creemos en nuestra pareja, cuando confiamos en amigos, en familiares, en otras personas o cosas, incluso cuando creemos en nosotros mismos... También cuando creemos en Dios.

Ahora bien, aunque estas "razones" no lleguen a ser científicas ni empíricas, no dejan de ser válidas. Porque la fe en Dios, -como la confianza en un amigo, en tu pareja, o en un familiar...- tiene que ver más con el mundo de las experiencias, de las emociones, de los sentimientos, de las vivencias, de las complicidades, de las empatías, de las miradas al corazón... Son esas "experiencias" la que nos proporcionan las "evidencias" que hacen que nos fiemos de unas personas y no tanto de otras. Es algo similar a un enamoramiento. No sé si habrá muchas personas que, al enamorarse, tengan la capacidad de dar argumentos exclusivamente racionales del por qué se han quedado prendados precisamente de esa persona y no de otra (y si las hay, no sé si sus parejas los aguantarían). Lo normal es que se ofrezcan explicaciones subjetivas y personales que sólo sean entendidas al cien por cien por las personas directamente implicadas en el enamoramiento. Y aunque seguramente estas explicaciones no serán muy útiles para otro hasta que tenga una experiencia similar, uno llega a intuir que hay una fuerza poderosa que alimenta ese convencimiento en cada gesto, cada mirada, cada palabra... en la pasión que transmite la persona enamorada. Utilizando otra metáfora, se podría hacer llegar el olor de la comida, pero la otra persona jamás sabrá a qué sabe el plato hasta que lo pruebe directamente él mismo.

Pues algo así es la fe en Dios: Un enamoramiento personal, un encuentro casual con Alguien que se hace presente en tu vida, que te llama por tu nombre, que te cautiva, que te fascina, que te conoce, que te conquista y que te propone un estilo de vida basado en el Amor -la misma esencia de Dios- que resulta más que convincente como proyecto existencial, como fundamento y como alternativa. Y mi percepción es que el mundo echa en falta que, de una vez por todas, los que nos declaramos creyentes hablemos de esas razones personales, intransferibles y absolutamente subjetivas por las que creemos en Dios. Y creo que ya va siendo hora de que, en vez de perdernos en el bosque de las frías discusiones sobre cuestiones dogmáticas, morales o similares..., por fin empecemos a dar testimonio de nuestra experiencia personal, de nuestros encuentros con Dios, con ese brillo en los ojos que sólo tienen las personas que están realmente enamoradas.


[Ver también "La fe cuestionada (Razones para creer - 1)"].


CARTA DE NAVEGACIÓN

"Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en Él por el testimonio de la mujer,
que decía: "Me ha dicho todo cuanto hice".
Y cuando llegaron a Él los samaritanos, le rogaron que se quedara con ellos.
Él se quedó allí dos días y creyeron muchos más al oírlo.
Y decían a la mujer: "No creemos ya por tu palabra,
pues nosotros mismos hemos oído y conocido que éste es de verdad el Salvador del mundo"
(Jn 4, 39-42)

jueves, 4 de octubre de 2007

La fe cuestionada (Razones para creer - 1)

Imagen: (c) www.copyright-free-pictures.org.uk


En la vida de toda persona, hay determinadas funciones o capacidades inherentes a nuestra condición humana, y que realizamos de forma cotidiana y habitual, pues nos resultan imprescindibles para nuestro desarrollo vital y emocional. Si no pudiéramos efectuar cualquiera de estas funciones, posiblemente nos sería muy difícil sobrevivir en el entorno en el que nos desenvolvemos. Si cada uno hiciera una lista enumerándolas, seguramente casi todos coincidiríamos en algunas de estas funciones básicas: comer, beber, dormir, respirar, relacionarse, pensar y razonar, amar... Si me permiten, voy a añadir una más: CREER.


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Bajo mi punto de vista, todo ser humano tiende a creer en algo. "Creer", "tener fe", "fiarse de algo o de alguien", "confiar", "tener confianza"... son todo sinónimos de la misma actitud vital. A lo largo de nuestra vida, hasta las personas que declaran ser "no creyentes" o "desconfiadas" se ven abocadas a tener fe o depositar su confianza en algo o en alguien, y no sólo una vez, sino varias veces a lo largo del día. Cuando ingresamos dinero en un banco, nos estamos fiando de todas las personas que trabajan en él y confiamos en que lo guardarán y lo gestionarán bien. Cuando votamos, depositamos nuestra confianza en un determinado partido político. Cuando llevamos a nuestros hijos al colegio, lo hacemos teniendo fe en que allí le cuidarán bien y le darán una buena educación. Cuando compramos un artículo, confiamos en que tanto el vendedor como el fabricante no nos van a engañar ni timar... Todos estos ejemplos cotidianos son actos de fe, que surgen a partir de la asunción de nuestras propias limitaciones y de la convicción -casi instintiva- de que ningún ser humano puede controlar de manera absoluta toda la realidad que le rodea. Entonces, resulta lógico pensar que la cuestión no está tanto en dilucidar si "se cree o no se cree" como en decidir "en quién o en qué creemos", y también "en qué medida creemos".

Estas son tesituras a las que nos enfrentamos en cada elección que realizamos en nuestra vida. Dependiendo de la "credulidad" de cada cual, se procura buscar un mayor o menor grado de seguridad en la elección. Y para asegurarnos una decisión lo más correcta posible acudimos a nuestra propia experiencia. Así, todos estamos más dispuestos a creer en aquella persona, entidad, situación, actitud o cosa que nos ha dado muestras, motivos y razones suficientes para ser depositarios de nuestra confianza. No obstante, incluso en aquello que nos ofrece más seguridad, cada elección es una apuesta de la que no podemos tener una certeza absoluta. La seguridad que le falta a esa certeza total la pone nuestra fe. Y serán el tiempo y las circunstancias quienes pondrán esa fe continuamente a prueba.

Valga un ejemplo. Un equipo de fútbol comienza la temporada con fe absoluta en un determinado equipo técnico y en una determinada plantilla de jugadores. Cuando comienza la competición, el equipo tiene una mala racha de resultados. El grado de confianza inicial se resiente y comienzan a aparecer dudas. La fe se pone a prueba. Es el momento de apostar firmemente por aquello en lo que se cree, o perder definitivamente la confianza.

Otro ejemplo, una pareja enamorada empieza a tomar decisiones que implican un mayor grado de fe en su amor mutuo, y en su proyecto en común. "Creen" el uno en el otro. De repente, llega una crisis. Sospechas de infidelidad, problemas de convivencia... La confianza mutua se pone a prueba. Es el momento de apostar firmemente por la relación, o abandonarla.

Para cada decisión tomada, es al llegar la crisis en donde se pone de manifiesto la medida de la fe, de la confianza, de la "fianza" comprometida... Es en esos momentos cuando podemos constatar si realmente se cree en aquello por lo que se apostó inicialmente. Si somos capaces de superar la crisis, la fe se fortalecerá. Por el contrario, si las dudas revolucionan y destrozan el patio de nuestras convicciones, nuestra confianza estará herida de muerte. Y dependiendo de la importancia de esa creencia en tu vida, podría quedar tocada la línea de flotación de la persona. Porque la fe y la esperanza son primas hermanas inseparables. Y cuando alguien pierde la fe en todo lo que le importa en la vida, cuando uno deja de creer en uno mismo, en los demás, en algo que le dé sentido a su existencia..., esa persona acaba sumida en la más absoluta desesperación. Transitar por el desierto de las esperanzas perdidas es un trago amargo que sólo se supera encontrando de nuevo algo en lo que creer. Porque no es posible tener esperanza si no se tiene fe.


Y, créanme, el lago es un lugar mucho más hermoso cuando los que nos movemos en él vemos en sus aguas el reflejo de nuestras propias esperanzas...


[Ver también "La fe razonada (Razones para creer - 2)"].



CARTA DE NAVEGACIÓN

>> Pero muchos discípulos, al oírlo, dijeron: "Esta doctrina es dura ¿quién tiene valor para oírla?" (...) Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y no andaban con él. Jesús preguntó a los doce: "¿También vosotros quereis iros?" Simón Pedro le contestó: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el santo de Dios".<<

Jn 6, 60.66-69

domingo, 16 de septiembre de 2007

¿Causas Justas?

Miguel Ángel Blanco. Imagen tomada de la web www.ciao.es







Hace unos meses volví a emocionarme. No es nada extraordinario, la verdad. Me ocurre a menudo. Pero esa vez fue una de esas emociones que te martillean incesantemente el corazón. Porque a veces, las aguas del lago mantienen la memoria. A mediados de julio, en España volvimos a estremecernos con el recuerdo aún muy vivo de Miguel Ángel Blanco. Por si acaso a alguno este nombre le deja indiferente por vivir lejos de la realidad española, comentaré brevemente que Miguel Ángel Blanco era una persona normal y corriente, como cualquiera de nosotros, que un buen día decidió trabajar por sus conciudadanos, que salió elegido concejal en su pueblo, y que un mal día terminó siendo víctima de la banda terrorista ETA. Una más entre tantas otras desgraciadamente olvidadas. Sin embargo, su muerte causó un gran impacto y dejó una profunda huella en la memoria de todos los que habitamos este país por la crueldad de los medios empleados por esa banda de asesinos. La manifestación de dolor e indignación popular fue la mayor que aún se recuerda por estos lares, y ya hace diez años que ocurrió todo.

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Secuestro, chantaje, amenaza de ejecución con ultimatum de pocas horas, asesinato a sangre fría cuando resonaba por todos los rincones del país el clamor popular reclamando su liberación... Los métodos sanguinarios y de terror empleados por ETA en el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco son ahora desgraciadamente más habituales, al ser utilizados frecuentemente por el llamado terrorismo internacional asociado al integrismo islámico. Sin embargo, aunque a todas estas ramificaciones derivadas de Al Qaeda nadie duda en calificarlas de "terroristas", aún hoy fuera de España éste no es un adjetivo que merezcan los miembros de ETA para gran parte de la prensa y la opinión pública internacional. En su lugar, muchos medios informativos foráneos prefieren utilizar eufemismos tales como "grupo separatista vasco" o "grupo independentista".

Esta diferente perspectiva con la que son analizados los atentados en España en el exterior siempre me ha llamado la atención y me ha hecho cuestionar profundamente cómo el ser humano puede cambiar la visión de una realidad desde la lejanía y el desconocimiento propios del que no la sufre en primera persona. Es cierto que en muchas ocasiones, desde fuera y en frío suelen analizarse las situaciones con una mayor objetividad. Pero también es cierto que incluso desde lejos determinados condicionantes y prejuicios pueden añadir muchos matices subjetivos que impidan un análisis ecuánime.

Supongo que en la distancia, las aspiraciones de independencia de un pueblo siempre se revisten de un halo romántico y bohemio que atrae muchas simpatías. De hecho, el ser humano tiene siempre una tendencia natural a ponerse siempre del lado del más pequeño, de las minorías, de lo que aparentemente parte en desventaja. Simplemente, me parece a mí, por un instinto casi maternal de superprotección, de defender lo que a nuestros ojos aparece como indefenso, de "ponernos de parte del débil". Así, en los conflictos de largo o corto recorrido que se producen por todo el mundo, no resulta extraño que las banderas defendidas por etnias minoritarias, pueblos pequeños, por culturas con aspiraciones de independencia, por colectivos en situación de injusticia, debilidad o inferioridad... se miren con aprecio, complacencia, y cuenten con cierto beneplácito generalizado -o al menos la comprensión- de la opinión pública simplemente por su pequeñez y aparente debilidad. Este fenómeno, cuando se generaliza, llega a marcar incluso unas determinadas pautas en la manera en que se transmiten las informaciones sobre el conflicto que tienden a retroalimentar esa corriente de simpatía.

Intentando ser consecuente, le he dado la vuelta a la tortilla, y me he colocado en la situación de "individuo que recibe noticias de un conflicto o revuelta en el extranjero". Y he de reconocer que, como consecuencia de esta reflexión, de un tiempo a esta parte me he vuelto mucho más cauto -quizá incluso excesivamente frío- a la hora de valorar y tomar opinión o partido por muchas de esas "causas" socialmente aceptadas, por mucho que cuenten con el apoyo y la simpatía general, la mirada comprensiva de medios de comunicación, y con campañas de apoyo y financiación de determinadas ONGs. No quiero decir con esto que le esté restando ni un ápice de valor ni de importancia a los anhelos y reivindicaciones de ningún ser humano o colectivo -independientemente de que los comparta o no-. Pero sí es verdad que creo que una mirada más prudente y crítica a la hora de valorar las informaciones sobre estos individuos, grupos o pueblos en conflicto me ayuda a ser más justo. Por una parte, porque la distancia desde la que se observa una determinada problemática hace que por más que se lean periódicos no se esté al tanto de todas sus claves; y por otra, porque de todos es sabido que muchas son las ocasiones en las que las apariencias engañan -y ejemplos en el mundo hay a puñados a lo largo de la historia-.

Eso sí, en medio de esa prudencia tengo algunas cuestiones meridianamente claras. Y cuando un determinado pueblo, colectivo o individuo trata de conseguir sus fines mediante el empleo de la violencia y de la mal llamada "lucha armada" (utilizando sus supuestos "ideales" para justificar atentados, bombas, secuestros, asesinatos selectivos, asesinatos indiscriminados...) desaparece de mí automáticamente todo atisbo de comprensión o simpatía hacia la causa que dicen defender y la bandera que enarbolan. Ambas (causa y bandera) quedan completamente desautorizadas y desacreditadas cuando traicionan un criterio, a mi entender, fundamental: que ningún valor o principio puede estar por encima de una vida humana. Porque no tiene sentido reivindicar valores como la justicia, la libertad, o la dignidad pasando por encima de la de los demás. Y porque no se pueden buscar nuevos patrones de organización de la convivencia cuando no se sabe convivir. Con estos métodos como adelanto, uno ya puede deducir claramente qué futuro aguarda a los que acaben al "amparo" de los que los emplean.

Y esta conclusión me resulta extrapolable no sólo a los conflictos internacionales o nacionales de índole político, sino también a los pequeños conflictos diarios de la vida y convivencia cotidiana: en el ámbito laboral, familiar, sentimental, personal, relacional... ¿O acaso alguien ha logrado solucionar problemas a base de palos (violencia física), a base de gritos (violencia verbal) o a base de amenazas y chantajes (violencia psicológica) sin generar otros peores y más prolongados en el tiempo?

Creo que, por muy noble que sea la causa que se defiende, en la violencia no está el camino. Y tampoco creo que, por evitar el conflicto a toda costa, se deban dejar las cosas como están cuando uno viva bajo situaciones injustas o tenga algun derecho que reclamar o defender. Simplemente soy mucho más partidario -y ferviente defensor- de todos aquellos que se devanan los sesos, el espíritu y la paciencia para lograr sus pretensiones y reivindicaciones de una manera quizás más larga en el tiempo, pero más pacífica y menos traumática, sin abrir nuevas heridas que generen nuevos y más sangrientos conflictos en el futuro.

CARTA DE NAVEGACIÓN

¿Acaso se recogen uvas de los espinos,o higos de los abrojos?
Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos.
No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos.
Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado en el fuego.
Así que, por sus frutos los conoceréis.
Mateo 7. 15-20.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Navegando...


El lago es el lugar de la vida cotidiana, del trabajo, de las relaciones... Todos deambulamos por el lago del mundo: un lugar tan desconcertante como apasionante. El lago del mundo puede ser muy traicionero. No es bueno confiarse y dejarse llevar. Por eso, es muy recomendable conocerlo bien. Acercarse de cuando en cuando a la orilla para observarlo detenidamente, apreciarlo, amarlo, respetarlo, descubrir cómo respira... Eso es lo que intento hacer. Y por eso surge este blog, en el que quiero compartir mi visión del lago, y aprender de todo aquel que quiera dejar su comentario.
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Llevo todos los años de mi vida navegando por el mundo. Por eso, no puedo decir que hoy zarpamos, aunque sea precisamente este el momento en el que empiezo a poner por escrito las sensaciones que me transmite el lago. No lo quiero ocultar, y lo quiero decir desde el principio para que todo aquel que se suba a esta barca sepa lo que se va a encontrar: Soy cristiano, católico, y como tal me desenvuelvo por el mundo.
Formo parte de ese grupo de personas convencidas de que la fe no se circunscribe ni se puede reducir al ámbito privado, sino que debe tener dimensión pública. Porque si un proyecto de vida se basa en el amor a Dios y al prójimo, no tiene sentido que ese amor se encierre entre cuatro paredes, o debajo de la piel.

Y desde ese punto de vista, mi fe también marca todo mi pensamiento -al menos eso busco y pretendo-. Condiciona mi forma de mirar el lago. Porque, precisamente, fue en el lago, el lugar de la vida cotidiana, donde me encontré con Aquel que le dio sentido a todo. Y precisamente por eso, entiendo el mundo, mi mundo, como un lago con todas sus circunstancias.

El lago tan pronto aparece manso, como se presenta violento. Es un lugar muy agradable cuando sopla brisa suave y luce el sol haciendo brillar toda su superficie como el oro del mejor de los tesoros. Otras veces es un lugar temible, cuando arrecia el temporal y el oleaje hace temer naufragio... Es relajante cuando el viento a favor impulsa las velas, pero puede resultar extenuante cuando el viento en contra obliga a multiplicar el esfuerzo al navegar sin que apenas se avance. Hay zonas donde se hace pie; en cambio, hay otras en donde las simas son muy profundas...
Y en todas estas circunstancias, tengo el convencimiento profundo de que el mensaje del Evangelio sigue estando completamente vigente, y sigue siendo, hoy más que nunca, buena noticia en el mundo.

Me queda mucho que aprender. Y todavía, en ocasiones, doy palos de ciego. Incluso a veces ando completamente perdido. Pero siempre trato de tener la suficiente fe como para poder caminar sobre las aguas sin hundirme.

Bienvenido a este rincón

DIARIO DE NAVEGACIÓN